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»Pero cuando ya distábamos tanto como lo que alcanza un grito, en nuestro
presuroso avance, a ellas no les pasó inadvertido que nuestra nave rauda
pasaba cerca, y emitieron su sonoro canto:
»“¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los aqueos! ¡Detén tu
navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo por aquí nadie en
su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto de nuestras bocas. Sino que
ése, deleitándose, navega luego más sabio. Sabemos ciertamente todo cuanto
en la amplia Troya penaron argivos y troyanos por voluntad de los dioses.
Sabemos cuanto ocurre en la tierra prolífica”.
»Así decían desplegando su bella voz. Y mi corazón anhelaba escucharlas,
y ordenaba a mis compañeros que me desataran haciendo gestos con mis cejas.
Ellos se curvaban y bogaban. Pronto se pusieron en pie Perimedes y Euríloco
y vinieron a sujetarme más firmemente con las sogas. Cuando ya las hubimos
pasado y no escuchábamos más ni la voz ni la canción de las Sirenas, al punto
mis fieles compañeros se quitaron la cera con que les había yo taponado los
oídos, y me libraron de las cuerdas.
»Mas cuando dejamos ya atrás la isla, de pronto avisté una humareda y un
salvaje oleaje y oí su estrépito. A los demás, aterrados, se les cayeron los
remos de las manos, y chasquearon las palas sobre el flujo marino. Allí se
detuvo la nave, cuando los brazos dejaron de mover los torneados remos. Yo
entonces iba por el barco y animaba a mis compañeros con palabras de aliento,
acercándome a cada remero:
»“¡Eh, amigos, que no somos para nada inexpertos en desdichas! Ésta no
es, desde luego, mayor que cuando el cíclope nos encerró en su cóncava cueva
con espantosa brutalidad. Y, bien, de allí también con mi valor, mi astucia y mi
decisión escapamos, y confío que de esto también podremos acordarnos.
Ahora, venga, manos a la obra todos tal como yo os diga. Vosotros con las
palas del remo batid la hondonada rugiente del mar, apostados junto a los
escálamos, a ver si Zeus nos concede escapar de la muerte y salvarnos. A ti,
timonel, te digo esto y tú guárdalo en tu ánimo, ya que gobiernas el timón de
la cóncava nave. Mantén el barco lejos de ese humo y oleaje, y bordea con
cuidado los riscos, que no se te desvíe el rumbo y nos precipites en la
destrucción”.
»Así dije, y ellos obedecieron al punto mis órdenes. Aún no les conté nada
sobre Escila, inevitable calamidad, no fuera que, aterrorizados, mis
compañeros dejaran los remos y se ocultaran todos juntos allí dentro. Conque
me olvidé de la angustiosa advertencia de Circe, cuando me aconsejó que no
aprestara mis armas para nada. Entonces yo revestí mis armas famosas y,
tomando en mis manos dos lanzas, avancé hacia el puente del navío en la proa.
Pensaba que desde allí vería aparecer a Escila en la roca, portadora de muerte