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peligros, a fin de que no sufráis en algún doloroso paso un funesto desastre en
tierra o por mar”.
»Así dijo, y de nuevo convencido quedó nuestro bravo ánimo. Así
entonces todo el día, hasta la puesta del sol, nos quedamos dándonos un
banquete de carne sin tasa y dulce vino. En cuanto el sol se hundió y sobrevino
la oscuridad los otros se echaron a dormir junto a las amarras de popa, y ella,
tomándome de la mano, me hizo sentarme lejos de mis camaradas y se puso a
mi lado y me preguntó sobre todo el viaje. Por mi parte se lo conté todo en
muy buen orden. Luego me habló la venerable Circe con estas palabras:
»“Todo eso ha quedado así cumplido. Tú escúchame lo que voy a decirte y
un dios en persona te lo va a recordar.
»En primer lugar llegarás junto a las Sirenas, las que hechizan a todos los
humanos que se aproximan a ellas. Cualquiera que en su ignorancia se les
acerca y escucha la voz de las Sirenas, a ése no le abrazarán de nuevo su mujer
ni sus hijos contentos de su regreso a casa. Allí las Sirenas lo hechizan con su
canto fascinante, situadas en una pradera. En torno a ellas amarillea un enorme
montón de huesos y renegridos pellejos humanos putrefactos. ¡Así que pasa de
largo! En las orejas de tus compañeros pon tapones de cera melosa, para que
ninguno de ellos las oiga. Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te
sujeten a bordo de tu rápida nave de pies y de manos, atándote fuerte al mástil,
y que dejen bien tensas las amarras de éste, para que puedas oír para tu placer
la voz de las dos Sirenas. Y si te pones a suplicar y ordenar a tus compañeros
que te suelten, que ellos te aseguren entonces con más ligaduras. Después,
cuando ya tus compañeros las hayan pasado de largo, no voy a explicarte de
modo puntual cuál será tu camino, porque debes decidirlo tú mismo en tu
ánimo.
»Pero te mencionaré las dos alternativas. Por un lado hay unas rocas
escarpadas, contra las cuales retumba el espantoso oleaje de Anfitrite de azules
pupilas. Son las que llaman Rocas Errantes los dioses felices. Por allí no
cruzan ni las aves, ni siquiera las trémulas palomas que le llevan la ambrosía a
Zeus Padre, pues siempre a alguna de ellas la arrebata la pared rocosa. Pero
luego envía otra el Padre para equilibrar su número. Por allí nunca jamás se
deslizó ningún bajel humano de paso, sino que destrozados maderos de navíos
y cuerpos humanos zarandean de acá allá las olas del mar y los turbiones de
fuego mortífero. Tan sólo una nave surcadora del alta mar las atravesó: la
Argo, celebrada por todos, que navegaba desde el país de Eetes. E incluso ésta
se habría destrozado contra las grandes rocas de no haberla impulsado Hera,
que tenía gran cariño por Jasón.
»Por otro lado se elevan dos grandes peñas. La una alcanza el amplio cielo
con su aguzado pico, y la envuelve una negra nube. Ésta jamás se despeja, y