Page 12 - La Odisea alt.
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de reinar en la marina Ítaca sobre los aqueos. Que tú conserves tus riquezas y
seas dueño y señor en tu palacio. Ojalá que no llegue algún hombre que te
despoje por la violencia de tus posesiones, mientras esté Ítaca poblada.
»Pero quiero, amigo mío, preguntarte sobre el forastero, de dónde es ese
hombre. ¿De qué tierra proclama ser? ¿Dónde tiene su linaje y su tierra patria?
¿Acaso trae alguna nueva de tu padre ausente, o ha llegado buscando un
provecho propio? ¡Qué pronto se levantó y se marchó, sin esperar a ser
reconocido! En verdad que por su aspecto no se parecía a un individuo
cualquiera».
A éste le contestó luego el sagaz Telémaco:
«¡Eurímaco, ya se esfumó el regreso de mi padre! Pues ya no me dejo
persuadir por noticias de que vuelve de algún lugar, ni confío en un presagio
que, llamándome al salón, me cuente mi madre como enviado por los dioses.
»Ése es un huésped mío, por parte paterna, de Tafos. Se jacta de ser
Mentes, hijo del prudente Anquíalo y es por tanto soberano de los tafios,
amigos del remo».
Así habló Telémaco; pero en su mente había reconocido a la diosa
inmortal.
Ellos volvieron a divertirse con la danza y el seductor canto y se quedaron
hasta la aparición del lucero vespertino. Y en estas diversiones les llegó el
negro anochecer. En tal momento, por fin, con el propósito de acostarse se
encaminó cada uno a su casa.
Telémaco se fue entonces a la cama, hacia donde tenía construido su
elevado dormitorio en un lugar bien visible en el espléndido patio, y cavilaba
muchas cosas en su mente. A su lado le llevaba las antorchas ardientes la leal y
digna Euriclea, hija de Ope Pisenórida, que antaño había comprado Laertes
con sus propios bienes, cuando era aún una adolescente, y por ella había dado
veinte bueyes. La había honrado igual que a una virtuosa esposa en su palacio.
Jamás tuvo trato con ella en el lecho; así evitaba el rencor de su esposa.
Ésta llevaba a su lado las ardientes antorchas. Desde luego le quería mucho
más que las esclavas, porque le había criado de niño. Abrió él las puertas del
bien trazado dormitorio, se sentó sobre el lecho y desvistióse la suave túnica.
La dejó en las manos de la cuidadosa anciana. Ella, reajustando los pliegues y
estirándola, la colgó de un clavo cerca del torneado lecho. Luego se salió de la
cámara, cerró la puerta con el pasador de plata y aseguró el cerrojo con una
falleba.
Allí él durante toda la noche, tapado con un vellón de oveja, meditaba en
su mente acerca del viaje que le había sugerido Atenea.