Page 108 - La Odisea alt.
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Olimpo a través de la frondosa isla, y yo me encaminé hacia la mansión de
               Circe. Por el sendero me brincaba el corazón en el pecho. Me detuve en el
               portal de la diosa de bellas trenzas. Allí me paré y la llamé a voces, y ella
               escuchó mis gritos.

                   »Al momento salió, abrió las refulgentes puertas y me invitó a entrar. Yo la
               seguí con corazón apesadumbrado. Me introdujo y me invitó a sentarme en un
               sillón  tachonado  de  clavos  de  plata,  hermoso  y  bien  labrado.  Y  puso  un

               escabel bajo mis pies. Me ofreció un bebedizo en una copa de oro, para que lo
               tomara. Le había echado su droga, tramando mis males en su ánimo. Pero tras
               habérmelo dado y apurado yo, no logró hechizarme, por más que me atizaba
               golpes con su varita, me decía y me ordenaba:

                   »“¡Vete ahora a la pocilga y túmbate junto a tus compañeros!”. Así hablaba
               Circe cuando yo, desenvainando la aguda espada de mi costado, me abalancé
               sobre ella como si quisiera matarla. Dio un gran chillido, corrió y me agarró

               las rodillas, y, suplicándome, decía estas aladas palabras: “¿Quién eres tú de
               los humanos? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres? Me pasma el asombro al
               ver  que,  después  de  beber  esta  pócima,  no  quedes  hechizado.  Porque  hasta
               ahora  ningún  otro  hombre  ha  resistido  estos  bebedizos,  apenas  los  hubo
               probado  y  en  cuanto  cruzaron  la  cerca  de  sus  dientes.  Pero  tu  ánimo  se

               mantiene inalterado en tu pecho. Acaso eres tú Odiseo, el de múltiples tretas,
               el que me profetizó una y otra vez el Argifonte, el de la varita de oro, que
               llegaría al volver de Troya en una rauda nave negra. Pero, ea, guarda tu espada
               en la vaina, y vayamos enseguida ambos a nuestro lecho, para que juntándonos
               en la cama y en el amor podamos confiar mutuamente”.

                   »Así me habló, y yo, a mi vez, contestándole dije:

                   »“¡Ah, Circe! ¿Cómo me pides que sea amable contigo, tú que en tu casa

               has convertido en cerdos a mis compañeros, y a mí, reteniéndome y tramando
               trampas,  me  invitas  a  ir  a  tu  dormitorio  y  compartir  tu  lecho,  para  una  vez
               desarmado, dejarme tarado e impotente? No quisiera yo meterme en tu cama a
               no ser que estés dispuesta a jurarme, diosa, con gran juramento, que no vas a
               intentar ningún otro maleficio contra mí”.

                   »Así dije, y ella al punto juró y concluyó su promesa; y entonces yo me
               metí en el muy hermoso lecho de Circe.


                   »Por las salas de su palacio se afanaban mientras tanto las cuatro siervas
               que en la casa cumplían las tareas domésticas. Habían nacido de las fuentes y
               los bosques, y de los ríos sagrados que afluyen al mar. Una de ellas tapaba los
               asientos  con  hermosos  tejidos  de  púrpura  por  arriba  y  telas  dobladas  por
               debajo.  Otra  ante  los  asientos  colocaba  unas  mesas  de  plata  y  sobre  ellas
               depositaba unas bandejas de oro. La tercera mezclaba en una cántara argéntea

               un vino delicadísimo, y lo distribuía en áureas copas.
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