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trampa. Todos ellos juntos fueron destruidos, ninguno de ellos escapó. Durante
largo tiempo estuve en espera observando”.
»Así dijo y yo me colgué de mis hombros mi espada de clavos de plata,
grande y de bronce, y me ceñí el arco; y le ordené que, sin tardar, me guiara
por el camino. Mas él se me abrazó a las rodillas con ambas manos y me
suplicaba:
»“No me lleves allí, contra mi voluntad, vástago de Zeus, sino que déjame
quedarme. Porque sé que no vas a regresar tú ni traerás a ningún otro
compañero. Escapemos ahora, a toda prisa, con los de aquí. Aún podríamos
evitar el día fatal”.
»Así me habló. Pero yo, contestándole, dije:
»“Euríloco, sea. Quédate tú aquí, en este lugar, comiendo y bebiendo junto
a nuestra cóncava nave negra. Pero yo voy a ir. Me empuja un firme deber”.
»Diciendo esto me alejé de la nave y del mar. Pero cuando, atravesando los
valles sagrados, iba ya a llegar a la gran morada de la hechicera Circe,
entonces me salió al paso, mientras avanzaba yo hacia la casa, Hermes, el de
la varita de oro, semejante a un joven muchacho al que le despunta el bozo, en
la edad más atractiva de un hombre. Y me tomó de la mano, me saludó y me
dijo:
»“¿Cómo, otra vez, desdichado, avanzas solo por estos parajes, siendo
desconocedor de tu meta? Tus camaradas están encerrados en el dominio de
Circe, como cerdos en sus atiborradas cochineras. ¿Es que vas allá a
liberarlos? Te advierto que no volverás tampoco tú y te quedarás allí con los
demás. Pero, bueno, te libraré del daño y te salvaré. Toma, con este potente
filtro llégate a casa de Circe, que esto apartará de tu cabeza el día fatal. Voy a
contarte todos los manejos maléficos de Circe. Te va a preparar un bebedizo,
añadiendo sus drogas a la comida, pero ni aun así conseguirá hechizarte.
Porque lo va a impedir el remedio mágico que te voy a dar, y te explicaré el
resto. Cuando Circe te apunte con su varita larguísima, entonces tú desenvaina
tu aguda espada de tu costado y atácala como si desearas matarla, y ella,
amedrentada, te invitará a acostarte a su lado. Entonces no rechaces ya el
lecho de la diosa, a fin de que libere a tus compañeros y te deje regresar. Pero
pídele que te jure, con el gran juramento de los dioses, que no tramará contra
tu persona ningún otro maleficio, no vaya a ser que, una vez desarmado, te
deje tarado e impotente”.
»Después de hablar así el Argifonte me ofreció su remedio, tras arrancarlo
del suelo, y me enseñó su aspecto. En la raíz era negro, pero su flor era blanca
como la leche. “Moly” lo llaman los dioses. Es difícil de extraer, al menos
para los mortales; los dioses lo pueden todo. Hermes marchóse luego hacia el