Page 105 - La Odisea alt.
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cayó sobre el polvo dando mugidos, y perdió la vida. Apoyando el pie sobre él
extraje mi lanza broncínea de la herida, y la dejé tumbada en el suelo. Luego
arranqué unos juncos y ramas y, trenzando una cuerda de una braza de largo,
anudé las patas de arriba y de abajo de la enorme bestia, y, echándomela al
cuello, me puse a andar hacia el negro navío, sirviéndome de la lanza como
bastón, pues no podía arrastrarla colgando desde un hombro con una sola
mano. ¡Tan grande era el bicho! Lo descargué delante de la nave y desperté a
mis compañeros con palabras animosas, saludándoles uno por uno:
»“¡Eh, amigos, todavía no vamos a hundirnos, aunque estemos apenados,
en los dominios de Hades, mientras no nos llegue el día fatal! ¡Así que, venga,
mientras haya en la rauda nave comida y bebida, procuremos comer y no nos
dejemos desfallecer de hambre!”.
»Así dije, y ellos atendieron enseguida a mis palabras. Salieron de debajo
de sus mantas en la orilla del mar incesante y admiraron el ciervo. Era, desde
luego, una pieza imponente. Y después de haberse deleitado contemplándolo
con sus ojos, se lavaron las manos y prepararon el espléndido banquete. Así
entonces nos quedamos todo el día allí hasta la puesta del sol, saboreando las
carnes sin tasa y el dulce vino. Cuando el sol se sumergió y sobrevino la
oscuridad, entonces nos echamos a dormir en la orilla del mar.
»Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosados, al momento yo
convoqué en asamblea a todos y les arengué:
»“¡Escuchad mis palabras, compañeros, aun después de sufrir tantos
males!
»Amigos, no sabemos por dónde queda el alba y dónde el ocaso, ni por
dónde el sol que a todos alumbra se irá bajo tierra ni por dónde aparecerá. Así
que meditemos a toda prisa a ver si aún nos queda algún recurso. Pienso yo
que tal vez ninguno. Pero al subir a una despejada atalaya he oteado la isla,
que está rodeada de un mar infinito. Se extiende muy plana, y en su centro
percibí con mis ojos un humo que se levanta sobre unos densos encinares y un
bosque”.
»Así hablé y a ellos se les estremeció el corazón, recordando los asaltos del
lestrigonio Antífates y la brutalidad del soberbio cíclope devorador de
hombres. Lloraban a gritos, vertiendo copiosas lágrimas. Pero ningún
resultado obtenían de tantos sollozos.
»Entonces yo distribuí en dos grupos a todos mis compañeros de hermosas
grebas y designé un jefe para los unos y para los otros. De unos me quedé yo
al frente, y de los demás Euríloco de divino aspecto. Echamos enseguida las
suertes, agitándolas en un casco de bronce, y salió la del magnánimo Euríloco.
Y se puso en camino, y con él veintidós compañeros, llorosos. Nos dejaron