Page 113 - La Odisea alt.
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»Así hablé y se dejó persuadir su valeroso ánimo.
»Pero tampoco de allí iba a sacar indemnes a mis camaradas. Había un tal
Elpénor, jovencísimo, no demasiado valiente en el combate ni muy
equilibrado de mente. Éste, apartado de sus compañeros, buscando el fresco,
se echó a dormir, borracho, en lo alto de la sagrada mansión de Circe. Así que,
al oír el vocerío y el tumulto de los compañeros ya en acción, se levantó de
improviso y se olvidó en su mente de descender bajando por la larga escalera y
se precipitó de cabeza desde el tejado. Se partió el cuello por las vértebras, y
su alma descendió al Hades.
»A los que se disponían a partir les dirigí yo unas palabras:
»“Pensáis, sin duda, que hacia nuestra querida tierra patria marchamos.
Pero es otra la deriva que nos ha propuesto Circe: viajamos hacia la mansión
de Hades y la terrible Perséfone para interrogar al alma del tebano Tiresias”.
»Así les dije, y a ellos se les estremeció el corazón. Se sentaron allí y
sollozaban y se mesaban los cabellos. Pero ningún provecho había en sus
lamentaciones. Conque, mientras íbamos pesarosos hacia la rauda nave y la
orilla del mar, derramando copiosas lágrimas, vino Circe y a bordo de nuestra
negra nave dejó bien atados un carnero y una oveja negra, desapareciendo ágil
y furtiva. ¿Quién a un dios, cuando él no quiere, podría ver con sus ojos
transitar de acá para allá?
CANTO XI
»En cuanto llegamos al mar y a nuestra nave, enseguida botamos su casco
al divino mar, colocamos el mástil y las velas en el negro navío, recogiendo el
rebaño lo subimos a bordo, y también nosotros embarcamos angustiados,
derramando abundante llanto. Entre tanto por detrás de la nave de proa
azulada nos enviaba Circe de hermosas trenzas, la terrible diosa de voz
humana, un viento propicio que henchía la vela, excelente compañía de viaje.
Nosotros, atendiendo cada uno a sus propias tareas, íbamos sentados, y el
barco lo conducían el viento y el timonel.
»A lo largo de todo el día se mantuvieron tensas las velas, mientras
surcábamos el alta mar. Luego se sumergió el sol y se ensombrecían todos los
caminos, mientras la nave llegaba a los límites del océano de profundas
corrientes.
»Por allí estaban el país y la ciudad de los cimerios, envueltos en nieblas y
nubes. Jamás el sol ardiente los contempla bajo sus rayos, ni cuando asciende
por el cielo estrellado, ni cuando de nuevo se vuelve hacia la tierra desde el