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banquete junto a su esposa y sus hijos. Al llegar a la casa ante las jambas del
portón nos sentamos. Ellos se asombraron de vernos y preguntaron:
»“¿Cómo has vuelto, Odiseo? ¿Qué maligno dios te ha acosado? Pues
atentamente te despedimos a fin de que alcanzaras tu patria y tu hogar, y
llegaras a donde te fuera grato”.
»Así dijeron, y entonces yo tomé la palabra con corazón dolido:
»“Me arruinaron mis torpes compañeros y con ellos el sueño funesto. Mas
auxiliadme, amigos, que tenéis poder al respecto”.
»Así les hablé tratando de atraérmelos con palabras amables. Ellos se
quedaron atónitos, y el padre respondió a mi súplica:
»“¡Márchate de la isla a toda prisa, tú, el más abominable de los aqueos!
Porque no tengo por norma hospedar ni velar por el viaje de un hombre que
resulta odioso a los dioses felices. ¡Vete, que aquí vuelves marcado por el odio
de los inmortales!”. Al decir esto me expulsaba de su casa; y me alejé entre
sollozos.
»Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado. El ánimo
de los hombres se quebrantaba en la penosa tarea de remar, por culpa de
nuestra necedad, y no había socorro del viento.
»Durante seis jornadas así navegamos noche y día. Al séptimo arribamos a
la escarpada ciudadela de Laníos, a Telépilo de Lestrigonia, donde el pastor
que vuelve llama al que sale, y éste responde, al marchar, a sus gritos. Allí un
hombre sin sueño podría sacar un doble salario, uno por guardar vacas y otro
por pastorear plateadas ovejas. Porque allí casi coinciden las rutas de la noche
y del día. Cuando allí llegamos a su célebre puerto, que un muro de rocas
escarpadas protege alrededor por todas partes, mientras que las riberas se
enfrentan paralelas y avanzan hacia la embocadura dejando una angosta
entrada, allí dentro atracaron las naves de curvos costados. En el interior del
redondo puerto quedaron varadas, muy juntas. En él nunca se encrespaban las
olas, ni grandes ni pequeñas; reinaba una clara bonanza.
»Subí y me situé sobre una encumbrada atalaya. Desde lo alto no se veían
faenas de bueyes ni de humanos, sino que sólo divisamos el humo que
ascendía de la tierra. Entonces yo envié por delante a unos compañeros a
indagar qué hombres eran los que comían el pan de aquella tierra. Elegí a dos
y los hice acompañar de un heraldo. Pusieron pie a tierra y marcharon por un
camino llano, por el que los carros traían a la ciudad la leña de los altos
montes. Y encontraron delante de la ciudad a una muchacha que iba a por
agua, la noble hija del lestrigonio Antífates, que había bajado a la fuente
Artacia, de bellas aguas. De allá solían transportar el agua a la ciudad.