Page 102 - La Odisea alt.
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huele a grasa de los sacrificios y en el patio hay un constante rumor todo el
día. Por las noches al lado de sus fieles esposas duermen todos en sus lechos
de fina taracea entre sus cobertores.
»Así que llegamos a la ciudad y a las bellas mansiones. Y Eolo me agasajó
allí todo un mes y me preguntó punto por punto por Ilión, las naves de los
argivos y la vuelta de los aqueos, y yo se lo fui contando todo en buen orden.
De modo que, cuando yo, a mi vez, le pedí marcharme y le solicité algún
viático, él no lo escatimó, sino que me ofreció su ayuda. Me dio un odre de la
piel de un buey de nueve años, y en él guardó bien atados los rumbos de los
vientos ululantes. Porque a él el Crónida lo había hecho guardián de los
vientos para que los calmara o soltara a su gusto. Dentro de mi cóncava nave
lo anudó de nuevo, con un brillante lazo de plata, a fin de que no se escapara
ni el más ligero soplo. Y en nuestro favor permitió que soplara la brisa del
Céfiro para que nos llevara bien a las naves y a nosotros.
»Pero esto no se iba a cumplir. Pues nos perdimos por nuestra propia
insensatez. Nueve días navegamos con buen rumbo, de noche y de día, y al
décimo se vislumbraba ya la tierra patria. Veíamos incluso a quienes
encendían hogueras allí cerca, cuando a mí, agotado por el cansancio, me
asaltó el dulce sueño. Es que sin descanso había manejado el timón de mi
barco, sin turnarme con ningún compañero para llegar lo antes posible a la
tierra patria.
»Los compañeros comenzaron a charlar entre sí con estas palabras: “Hay
que ver cómo honran y estiman a éste todas las gentes a cuya ciudad y país se
acerca. Muchos objetos preciosos se trae de Troya, sacados del botín. En
cambio nosotros, que emprendimos la misma aventura, volvemos a casa con
las manos vacías. Ahora le ha obsequiado Eolo con esto, como presente de
amistad. Conque, va, veamos de qué se trata y cuánto oro y plata se esconde
en este odre”.
»Así dijeron y se impuso la maligna deliberación de aquéllos. Desataron el
saco y se aventaron todos los vientos. Al instante los zarandeó la tempestad y
los arrastró llorando hacia alta mar, lejos de la tierra patria. Entre tanto, yo, al
despertarme, dudé en mi ánimo intachable si dejarme morir arrojándome de la
nave al mar, o soportarlo en silencio y seguir compartiendo con ellos la vida.
Lo sufrí y me quedé. Arrebujado en mi manto me mantuve tumbado en mi
nave. Los barcos iban arrastrados por las rachas tremendas del huracán hacia
la isla Eolia de nuevo, y mis compañeros sollozaban.
»Allí saltamos a tierra e hicimos aguada, y pronto prepararon la cena mis
compañeros junto a las rápidas naves. Y después de que nos hubimos saciado
de comida y bebida, entonces yo de nuevo, tomando conmigo un heraldo y
otro compañero, me encaminé a la ilustre mansión de Eolo. Y lo encontré en el