Page 97 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los
clarines, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino balidos de ovejas y
carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo
Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es
turbar los sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a
una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. Y
diciendo ésto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la
lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole: Vuélvase
vuestra merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir:
vuélvase, desdichado del padre que me engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni
caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados.
¿Qué es lo que hace? Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don Quijote, antes en altas voces iba
diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y militais debajo de las banderas del poderoso emperador
Pentapolin del arremangado brazo, seguidme todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de su
enemigo Alifanfaron de la Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto
con coraje y denuedo, como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos
que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban,
desciñéronse las ondas, y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote
no se curaba de las piedras; antes discurriendo a todas partes, decía: ¿Adónde estás, soberbio
Alifanfaron? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y
quitarte la vida en pena de la que das al valeroso Pentapolin Garamanta.
Llegó en ésto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo.
Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de su licor,
sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estomago; mas antes que acabase
de envasar lo que a él le parecía que era bastante llegó otra almendra, y dióle en la mano y en la
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