Page 82 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden;

                  y fue que el se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su

                  parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual,

                  vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche a furto de sus

                  padres vendría a yacer con él una buena pieza; y



                  teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a

                  pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no

                  cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama

                  Quintañona se le pusiesen delante.

                  Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la

                  venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustan,

                  con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero; pero

                  apenas llegó a la puerta cuando Don Quijote la sintió, y sentándose en la cama a pesar de sus

                  bizmas, y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa doncella la asturiana,

                  que toda recogida y callando iba con las manos adelante buscando a su querido. Topó con los brazos
                  de Don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase

                  hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama, tentóle la camisa y ella era de arpillera, a él le pareció

                  ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron

                  vislumbres de preciosas piedras orientales; los cabellos que en alguna manera tiraban a crines, él los

                  marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía; y el

                  aliento que, sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él pareció que arrojaba de su
                  boca un olor suave y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y

                  modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal ferido caballero

                  vencido de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta la ceguedad del

                  pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le

                  desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que

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