Page 81 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo
había menester que su amo. Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían
juntos, y ella le había dado su palabra de que en estando sosegados los huéspedes, y durmiendo sus
amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase de esta buena moza,
que jamás dió semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo
alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en
la venta; porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado. El duro,
estrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado
establo; y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta,
que antes mostraba ser de angeo tundido que de lana; sucedía a estos dos lechos el del arriero,
fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía,
aunque eran doce, lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo,
según lo dice el autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención, porque le conocía
muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo.
Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y puntual en todas cosas, y échase
bien de ver, pues las que quedan referidas con ser tan mínimas y tan raras, no las quiso pasar en
silencio, de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves que nos cuentan las acciones tan
corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuído,
por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de "Tablante", de
"Ricamonte", y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del "Conde Tomillas", ¡y con qué
puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y
dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dió a esperar a su puntualísima Maritornes.
Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque procuraba dormir no lo consentía el dolor de sus
costillas; y Don Quijote con el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la daba una lámpara, que
colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre
nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros, autores de su
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