Page 75 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Cuanta el sabio Cide Hamete Benengeli, que así como Don Quijote se despidió de sus huéspedes y

                  de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el

                  mismo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela, y habiendo andado más de

                  dos horas por él, buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno

                  de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar
                  allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar. Apeáronse Don Quijote y

                  Sancho, y dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había,

                  dieron saco a las alforjas, y sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron

                  lo que en ellas hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le

                  conocía por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieran
                  tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban

                  por aquel valle paciendo una manada de jacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es

                  costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarse

                  Don Quijote era muy a propósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo

                  de refocilarse con las señoras jacas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin

                  pedir licencia a su dueño, tomó un trotillo algo pacadillo, y se fue a comunicar su necesidad con

                  ellas; mas ellas, que a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que de él, recibiéronle con
                  las herraduras y con los dientes, de tal manera que a poco espacio se le rompieron las cinchas, y

                  quedó sin silla en pelota; pero lo que él debió más de sentir fue que viendo los arrieros la fuerza que

                  a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron mal

                  parado en el suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto,

                  llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son

                  caballeros, sino gente soez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida
                  venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. ¿Qué diablos de

                  venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos,

                  y aun quizá no somos sino uno y medio? Yo valgo por ciento, respondió Don Quijote. Y sin hacer

                  más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza,



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