Page 54 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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una vez habrás visto que me he vestido en los lunes lo que me honraba el domingo. Como el amor y

                  la gala andan un mismo camino, en todo tiempo a tus ojos quise mostrarme polido. Dejo el bailar

                  por tu causa, ni las músicas te pinto, que has escuchado a deshoras y al canto del gallo primo. No

                  cuento las alabanzas que de tu belleza he dicho, que, aunque verdaderas, hacen ser yo de algunas

                  mal quisto. Teresa del Berrocal,




                  yo alabándote, me dijo: Tal piensa que adora un ángel, y viene a adorar a un jimio. Merced a los

                  mucho dijes y a los cabellos postizos, y a hipócritas hermosuras que engañan al amor mismo.

                  Desmentíla, y enojóse, volvió por ella su primo, desafióme, y ya sabes, lo que yo hice y él hizo. No te

                  quiero yo a montón, ni te pretendo y te sirvo por lo de barraganía, que más bueno es mi designio.

                  Coyundas tiene la iglesia, que son lazadas de sirgo, pon tu cuello en la gamella, verás cómo pongo yo

                  el mío. Donde no, desde aquí juro por el santo más bendito, de no salir destas tierras sino para
                  capuchino.



                  Con esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo

                  consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y así dijo a su amo:
                  bien puede vuestra merced acomodarse desde luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo

                  de estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. Ya te

                  entiendo, Sancho, respondió Don Quijote, que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden

                  más recompensa de sueño que de música. A todos nos sabe bien, bendito sea Dios, respondió

                  Sancho. No lo lo niego, replicó Don Quijote; pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi
                  profesión mejor parecen velando que durmiendo; pero con todo eso sería bien, Sancho, que me

                  vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le

                  mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría

                  remedio con que fácilmente se sanase; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí

                  había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas a la oreja, se las vendó muy bien,

                  asegurándole que no había menester otra medicina. Y así fue la verdad.


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