Page 51 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas
que me sean de más cómodo y provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio
para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso, te has de sentar, porque a quien se humilla Dios le
ensalza. Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él se sentase. No entendían los cabreros
aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y
mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado el
servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente
pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el
cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que
con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien
satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la
voz a semejantes razones: ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima,
se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían
ignoraban etas dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a
nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano, y
alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado
ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas
les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las
solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano sin interés alguno la fértil cosecha de su
dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía,
sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas sobre rústicas estacas,
sustentadas no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo
amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las
entrañas piadosas de
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