Page 442 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el

                  cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de

                  la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza; pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas

                  el barbero hizo de suerte, que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto

                  número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.

                  Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los

                  otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se

                  desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo

                  no ayudase.

                  En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el

                  son de una trompeta, tan triste, que les hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba;

                  pero el que más se alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto
                  contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:




                  -Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para

                  sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de

                  aquella trompeta que a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.


                  El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se puso en pie,
                  volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban

                  muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.


                  Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de

                  aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de
                  su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venia en

                  procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.


                  Don Quijote, que vio los extraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas

                  veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como

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