Page 447 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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-En casa os las mostraré, mujer -dijo Panza , y por agora estad contenta; que siendo Dios servido de
                  que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis presto conde, o gobernador de una

                  ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.


                  -Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas decidme: ¿qué es eso de

                  ínsulas, que no lo entiendo?

                  -No es la miel para la boca del asno -respondió Sancho-; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te

                  admirarás de oírte llamar señoría de todos tus vasallos.

                  -¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? -respondió Juana Panza, que así se

                  llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las

                  mujeres el apellido de sus maridos.

                  -No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo

                  te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado

                  escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan

                  no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y

                  nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de experiencia, porque de algunas he salido manteado,

                  y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes,

                  escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin
                  pagar ofrecido sea al diablo el maravedí.


                  Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y

                  sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas

                  él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina
                  tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase,

                  contando lo que había sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos

                  al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías; allí pidieron al cielo que

                  confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas


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