Page 431 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a

                  los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su

                  verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados

                  pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas

                  aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro
                  cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol

                  compuesta; acá vee otra a lo brutesco ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas con las

                  torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas

                  pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el

                  arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte
                  castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas don de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas

                  de jacintos; finalmente, él es de tan admirable compostura, que, con ser la materia de que está

                  formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es

                  de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la

                  puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese

                  ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar, y tomar luego la que parecía

                  principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin
                  hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y

                  bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de

                  cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los

                  hombros, que por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aún más? ¿Qué es ver, pues,

                  cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con

                  tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua a manos, toda de ámbar
                  y de olorosas flores distilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué verle servir

                  todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de

                  manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál

                  será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y,



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