Page 375 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y
atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se
desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento
alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin
moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que
todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo
le molió aquel moro encantado del harriero; y maldecía entre si su poca discreción y discurso, pues
habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la
segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que cuando han probado una aventura y no
han salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así, no tienen
necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas
él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento,
porque Rocinante no se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino
estar en pie, o arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza encantamento alguno; allí fue
el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo
que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de
nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que,
sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la
madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a
su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y
confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita,
porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni
mucho se movía; y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su
caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador
le desencantase.
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