Page 372 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:
-Reposemos, señora, lo poco que creo que queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o
mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la
hija de la ventera y Maritornes su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don
Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos
de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un
pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y
vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan
dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo
oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa:
-¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción,
archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso,
honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura
las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha
querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya
la estás ahora mirando, que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta
de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de
amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas,
qué sosiego a mi cuidado, y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol,
que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así
como la veas, suplicote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des
paz en el rostro; que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te
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