Page 24 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno

                  de por sí hicieron, se aventajarán las mías.

                  En estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero el labrador

                  aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada,

                  pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en casa de Don Quijote, la cual halló toda
                  alborotada, y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de Don Quijote,

                  que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿qué le parece a vuestra merced, señor licenciado, Pero

                  Pérez, que así se llamaba el cura, de la desgracia de mi señor? Seis días ha que no parecen él, ni el

                  rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender, y así es

                  ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene, y suele leer
                  tan de ordinario, le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces

                  hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante, e irse a buscar las aventuras por esos

                  mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el

                  más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía

                  más: sepa, señor maese Nicolás, que este era el nombre del barbero, que muchas veces le aconteció

                  a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches: al

                  cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas
                  con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como

                  cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había

                  recibido en la batalla; y bebíase luego un gan jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo

                  que aquella agua era una preciosísisma bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande

                  encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los

                  disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran
                  todos estos descomulgados libros (que tiene muchos), que bien merecen ser abrasados como si

                  fuesen de herejes. Esto digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pase el día de mañana sin que

                  de ellos no se haga auto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los

                  leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y



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