Page 219 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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-Aun no caía yo en tanto, mi señor licenciado -respondió don Quijote-; y yo sé que mi señora la

                  princesa será servida, por mi amor, de mandar a su escudero dé a vuestra merced la silla de su

                  muía; que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.

                  -Si sufre, a lo que yo creo -respondió la princesa-; y también sé que no será menester mandárselo al

                  señor mi escudero; que él es tan cortés y tan cortesano, que no consentirá que una persona

                  eclesiástica vaya a pie, pudiendo ir a caballo.

                  -Así es -respondió el barbero.


                  Y apeándose en un punto convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar. Y fue

                  el mal que al subir a las ancas el barbero, la muía, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que

                  era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros, y dio dos coces en el aire, que a darlas en el
                  pecho de ámese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quijote. Con todo eso, le

                  sobresaltaron de manera, que cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron

                  en el suelo; y como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas

                  manos y a quejarse que le habían derribado las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de

                  barbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:

                  -¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las

                  quitaran a posta!


                  El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas y
                  fuese con ellas adonde yacía ámese Nicolás dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la

                  cabeza a su pecho, se las puso murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo

                  apropiado para pegar barbas, como lo verían; y cuando se las tuvo puestas, se apartó y quedó el

                  escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y

                  rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a
                  más que pegar barbas se debía de extender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen,

                  había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más que barbas

                  aprovechaba.



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