Page 217 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en

                  todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo levantar y la abrazó con

                  mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le

                  armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban

                  pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado, dijo:

                  -Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.

                  Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa, y de que no se le

                  cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir su buena intención; y viendo que

                  ya el don estaba concedido y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se

                  levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron en la muía; luego subió don

                  Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie,

                  donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo ello lo
                  llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a pique de ser

                  emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella princesa, y ser, por lo

                  menos, rey de Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de

                  negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego

                  en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: «¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean

                  negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me
                  los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título, o algún oficio, con que vivir

                  descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormios, y no tengáis ingenio ni habilidad para

                  disponer de las cosas, y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que

                  los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver

                  blancos o amarillos ¡Llegaos, que me mamo el dedo!» Con esto andaba tan solicito y contento, que

                  se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.

                  Todo esto miraban desde unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse para juntarse con

                  ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que

                  deseaban, y fue que con unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba de

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