Page 206 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Yo, a esta sazón, hice un breve discurso conmigo, y me dije a mi mesma: «Si, que no seré yo la

                  primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando

                  el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía

                  desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la

                  suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el
                  cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero con desdenes

                  despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de la fuerza, y vendré a quedar

                  deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar el que no supiere cuán sin ella he venido a

                  este punto. Porque ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este

                  caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?»

                  Todas estas demandas y respuestas revolví en un instante en la imaginación, y, sobre todo, me

                  comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición, los juramentos

                  de don Fernando, los testigos que ponía, la lágrimas que derramaba y, finalmente, su disposición y

                  gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre
                  y recatado corazón como el mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos

                  del cielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos

                  santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones si no cumpliese lo que me prometía; volvió a

                  humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás

                  me había dejado, y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y el

                  acabó de ser traidor y fementido.

                  El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venia aún no tan apriesa como yo pienso que don

                  Fernando deseaba; porque después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que

                  puede venir es apartarse de donde le alcanzaron. Digo esto, porque don Fernando dio priesa por

                  partirse de mi, y por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que

                  amaneciese se vio en la calle. Y al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como
                  cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe, y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y,

                  para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él


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