Page 202 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al
entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba
que la música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta,
pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual si tan particularmente he contado, no ha
sido por ostentación, ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me
he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo.
Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que al de un
monesterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los
criados de casa, porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y
de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella donde
ponía los pies, y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los de
lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que éste es el
nombre del hijo menor del duque que os he contado.
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la
color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que
miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de
cuando en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando
de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de
Cardenio, prosiguió su historia, diciendo:
-Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores cuanto
lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas por acabar presto con el cuento, que no le tiene,
de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su
voluntad: sobornó toda la gente de mi casa; dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes; los
días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las músicas;
los billetes que, sin saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y
ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos. Todo lo cual no sólo no me ablandaba,
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