Page 198 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos
ahora en nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no solo de la dulzura de su
verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y
artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado
hilo, cuenta que así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz
que llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía desta manera:
-¡Ay, Dios! ¡Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la
carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo! Sí será, si la soledad que prometen
estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán mas agradable compañía harán estos riscos y
malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo,
que no la de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar
consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello
era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos,
cuando detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al
cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría,
no se le pudieron ver por entonces; y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni
él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos
de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y
belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y
los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño, y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura,
que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos
de peña que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacia; el cual
traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía
ansimesmo unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las
polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía.
Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que sacó de debajo de la
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