Page 199 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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montera, se los limpió; y al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole
estaban de ver una hermosura incomparable, tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:
-Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger
y desparcir unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles
envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más
hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran
mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender
con aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la
escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales
y tantos eran. En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido
pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual en
más admiración, y en más deseo de saber quién era, ponía a los tres que la miraban. Por esto
determinaron de mostrarse; y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó
la cabeza y, apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el
ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie y, sin aguardar a calzarse, ni a
recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a si tenía, y quiso
ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos, cuando, no
pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto
por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
-Deteneos, señora, quienquiera que seáis; que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no
hay para que os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni
nosotros consentir.
A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y asiéndola por la
mano el cura, prosiguió diciendo:
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