Page 196 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo, otro mejor que yo para

                  esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de ponerse en el trance forzoso y último de dar la

                  mano, decir que ya yo le había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella acertara

                  a fingir en este caso. En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseos de

                  grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había engañado, entretenido y
                  sustentado en mis firmes esperanzas y honestos deseos.


                  Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer en

                  una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta
                  que vine a parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y de allí pregunté a

                  unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras. Dijéronme que hacia esta parte.

                  Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y en entrando por estas asperezas,

                  del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí tan

                  inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin

                  tener, ni pensar buscar, quien me socorriese. De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido
                  en el suelo, al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mi a unos cabreros, que, sin duda,

                  debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habían

                  hallado, y cómo estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber

                  perdido el juicio; y yo he sentido en mi después acá que no todas veces le tengo cabal, sino tan

                  desmedrado y flaco, que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas

                  soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener

                  otro discurso ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mi vuelvo, me
                  hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más común habitación es el hueco de

                  un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo.


                  Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me sustentan,

                  poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y
                  hallarlo; y así, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el

                  mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras veces me


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