Page 195 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir ora fuese visto o no, con

                  determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la

                  justa indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la

                  desmayada traidora; pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los haya, me debe

                  tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento que después acá me ha
                  faltado; y así, sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin

                  pensamiento mío fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano, y ejecutar en mí la pena que ellos

                  merecían, y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara, si entonces les diera muerte, pues la

                  que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin

                  acabar la vida. En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquel donde había dejado la mula; hice
                  que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella y salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot,

                  volver el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me

                  encubría y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté

                  la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Femando, como si con ellas

                  satisficiera el agravio que me habían hecho.

                  Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa, pues la

                  riqueza de mi enemigo la había cerrado los ojos de la voluntad, para quitármela a mi y entregarla a

                  aquel con quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y en la mitad de la fuga destas

                  maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era mucho que una doncella recogida en

                  casa de sus padres, hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con

                  su gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre, que, a
                  no querer recibirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o que en otra parte tenía la voluntad, cosa

                  que redundaba tan en perjuicio de su buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que

                  ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala elección,

                  que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Femando, no







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