Page 194 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la
sentencia de mi muerte, o la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda! Mira lo que haces; considera lo que me debes; mira que
eres mía, y que no puedes ser de otro! Advierte que el decir tú si y el acabárseme la vida ha de ser
todo a un punto. ¡Ah, traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué quieres?
¿Qué
pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es
mi esposa, y yo soy su marido.» ¡Ah loco de mí! ¡Ahora que estoy ausente y lejos del peligro digo que
había de hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien
pudiera vengarme si tuviera corazón para ello, como le tengo para quejarme! En fin, pues fui
entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y
cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse o desataba la lengua para decir alguna verdad
o desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: «Sí quiero», y
lo mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó el
desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en
los brazos de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo en el sí que había oído burladas mis
esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado de cobrar en algún tiempo el
bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de
todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis
suspiros, y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó, de manera que todo ardía de
rabia y de celos. Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su madre el
pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomo luego y
se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso
la mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su
esposa se hacían para que del desmayo volviese.
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