Page 193 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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sala, que con las puntas y remates de los dos tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver, sin

                  ser visto, todo cuanto en la sala se hacia. ¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el

                  corazón mientras allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que hice, que

                  fueron tantas y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan? Basta que sepáis que el

                  desposado entró en la sala, sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por
                  padrino a un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los

                  criados de casa. De allí a un poco salió de una recamara Luscinda, acompañada de su madre y de

                  dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y

                  como quien era la perfección de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi suspensión y

                  arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traía vestido: sólo pude advertir a las
                  colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de

                  todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios

                  cabellos, tales, que, en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la

                  sala estaban, la suya con más resplandor a los ojos ofrecían.

                  ¡Oh memoria, enemiga modal de mi descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable

                  belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y

                  representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio procure, ya que no la

                  venganza, a lo menos, perder la vida? No os canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que

                  no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada

                  circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.

                  A esto le respondió el cura que, no sólo no se cansaban de oírle. sino que les daba mucho gusto las

                  menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención

                  que lo principal del cuento.

                  -Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que estando todos en la sala, entró el cura de la parroquia y,

                  tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: «¿Queréis, señora

                  Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legitimo esposo, como lo manda la

                  Santa Madre Iglesia?», yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos

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