Page 192 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano.

                  El enojo que contra don Femando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos

                  años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me

                  puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto y dejé una

                  mula en que venia en casa del buen hombre que me había llevado la cada, y quiso la suerte que
                  entonces la tuviese tan buena, que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores.

                  Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme, y yo conocerla. Pero

                  ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y

                  condición mudable de una mujer? Ninguno, por cierto. Digo, pues, que así como Luscinda me vio,

                  me dijo:

                  -Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Femando el traidor y mi

                  padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te

                  turbes, amigo, sino procura hallade presente a este sacrificio, el cual si no pudiese ser estorbado de

                  mis razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin a mi
                  vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo.




                  Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla:


                  -Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo

                  yo espada para defenderte con ella, o para matarme si la suerte nos fuere contraria.

                  No creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque el

                  desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza; púsoseme el sol de mi alegría; quedé

                  sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acedaba a entrar en su casa, ni podía

                  moverme a parte alguna; pero considerando cuánto importaba mi presencia para lo que suceder
                  pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa; y como ya sabia muy bien

                  todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de

                  ver; así que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacia una ventana de la mesma



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