Page 155 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en llegando a

                  alcanzarle se acaba (y ha de volver atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar adelante

                  del término que le puso naturaleza, el cual término no le puso a lo que es verdadero amor), quiero

                  decir que así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus




                  ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar, por remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por
                  no ponerlos en ejecución Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase. Venimos a mi

                  ciudad, recibióle mi padre como quien era, vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no

                  habían estado muertos, ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don

                  Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir

                  nada. Alabéle la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de tal manera que mis alabanzas

                  movieron en el los deseos de querer ver doncella dé tan buenas partes adornada. Cumpliselos yo,
                  por mi corta suerte, enseñándosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los

                  dos solíamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las

                  puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto, y, finalmente, tan enamorado, cual lo

                  veréis en el discurso del cuento de mi desventura. Y para encenderle más el deseo, que a mí me

                  celaba, y al cielo, a solas, descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo pidiéndome

                  que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado, que en leyéndolo
                  me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que

                  en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que,

                  puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír

                  aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer, y a recelarme dél, porque no se pasaba momento

                  donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese por los

                  cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la

                  bondad y de la fe de Luscinda; pero, con todo eso, me hacia temer mi suerte lo mesmo que ella me
                  aseguraba. Procuraba siempre «don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba, y los que

                  ella me respondía, a título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que


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