Page 15 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó a pasearse con el

                  mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba

                  aturdido el arriero), llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar

                  las armas para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie, soltó

                  otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del
                  segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre

                  ellos el ventero. Viendo esto Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo: ¡Oh,

                  señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los

                  ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo! Con esto

                  cobró a su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el
                  pie atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover

                  piedras sobre Don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba

                  apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les

                  había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También Don

                  Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un

                  follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros,

                  y que si él


                  hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía; pero de vosotros, soez

                  y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que

                  vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y denuedo,

                  que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del

                  ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus armas con la
                  misma quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y

                  determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese; y

                  así, llegándose a él se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él

                  supiese cosa alguna; pero que bien castigado quedaban de su atrevimiento. Díjole, como ya le había



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