Page 14 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del caballo,

                  como que era otra cosa de más importancia; porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar

                  alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo (pues aún

                  se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser), que no caminase de allí

                  adelante sn dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas
                  cuando menos se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda

                  puntualidad; y así se dió luego orden como velase las armas en un corral grande, que a un lado de la

                  venta estaba, y recogiéndolas Don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba,

                  y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la

                  pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos
                  estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que

                  esperaba. Admirándose de tan extraño género de locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron

                  que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las

                  armas sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad

                  de la luna, que podía competir con el que se le prestaba, de manera que cuanto el novel caballero

                  hacía era bien visto de todos.

                  Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue
                  menester quitar las armas de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz

                  alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más

                  valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la

                  vida en pago de tu atrevimiento! No se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara,

                  porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual

                  visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora
                  Dulcinea, dijo: acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho

                  se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y

                  otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dió con ella tan gran golpe

                  al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si secundara con otro, no



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