Page 10 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si
a aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo
aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y
coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento; mas, en
efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le
dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay
ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad
del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), respondió: para mí, señor
castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. Pensó
el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los senos de
Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos
maleante que estudiante o paje. Y así le respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán
duras peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en
esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo
esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel
que en todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidad de
su caballo,
porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno
como Don Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su
huésped mandaba; al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado con él),
las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle
la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester
cortarlas, por no poderse queitar los nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así
se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se
pudiera pensar; y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le
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