Page 108 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban; pero Don Quijote, acompañado de su intrépido
corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: Sancho amigo, has
de saber que yo nací, por querer del cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro
o la dorada, como suele llamarse; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes
hazañas, los valerosos hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda,
los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes,
los Olivante y Tirantes, Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes
del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas,
que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y leal, las tinieblas desta
noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella
agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la
luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas todas juntas, y
cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mismo Marte,
cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras; pues
todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón
me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se
muestra; así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta
tres días no más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por
hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea,
que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a
decirle: Señor, yo no sé porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa aventura; ahora
es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque
no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes:
cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy
bien conoce, que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios acometiendo
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