Page 99 - Santa María de las Flores Negras
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                         Cerca de las cinco de la tarde, después del recibimiento al Intendente, el
                  carretero José Pintor, que en el tumulto de la concentración se había separado de
                  los amigos, llega a la escuela con la noticia del fallecimiento de dos niños
                  pampinos alojados en un galpón de la calle Sargento Aldea. «Son de los que
                  llegaron con nosotros en la marcha desde Alto de San Antonio», dice conmovido
                  el carretero. Que los niños se habían enfermado a causa del esfuerzo y la fatiga
                  del viaje y habían muerto hoy al amanecer. Uno era hijo de un operario de la
                  oficina Santa Ana, antiguo amigo suyo, y el otro, según le han contado, era el hijo
                  único de un trabajador de la oficina Esmeralda. Lo más penoso de todo este
                  frangollo, termina diciendo el carretero al invitarlos a que lo acompañen al
                  velatorio, es que las familias de los niños fallecidos se hayan en la más completa
                  indigencia y necesitan del auxilio y la solidaridad de todos los pampinos de ley.
                  «Espero que al amigo Olegario  no le venga dolor de guatita y pueda
                  acompañarnos también», termina diciendo ácidamente José Pintor.
                         Olegario Santana arruga el ceño.

                         —¿Y a este qué bicho lo picó? —murmura extrañado.
                         —Como a usted, pues, ganchito —dice visiblemente malamistado el
                  carretero—, ahora en vez de salir le ha dado por quedarse a pollerear en la
                  escuela.
                         —Lo que pasa es que José Pintor está celoso, compadre —dice riendo
                  Domingo Domínguez— ¿O acaso no se había dado cuenta?
                         Olegario Santana no dice nada.

                         Al llegar al velatorio se encuentran con que la pequeña casa está repleta de
                  pampinos. Además de Esmeralda y de Santa Ana, han llegado acompañantes de
                  varias otras oficinas; tanto así que ya han desbordado la pieza mortuoria, los
                  pasillos y hasta el patio de la casa en donde, en medio de un ruedo de gente
                  conmovida, se oye la voz del cieguito Rosario Calderón recitando: «... nací en una
                  vieja mina I donde no hay aves ni flores I soportando los calores I y el frío que me
                  trasmina I yo mismo labré mi ruina I trabajando sin cesar I contento de acaparar I
                  riqueza al explotador I soy la negra y triste flor I que mi llanto hizo brotar...».




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