Page 102 - Santa María de las Flores Negras
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                         Y mientras Olegario Santana y sus amigos, inmiscuidos en la conversación,
                  discuten acaloradamente estas y otras cuestiones relativas a la huelga y al
                  descarado descomedimiento de la canalla explotadora, y Gregoria Becerra en la
                  otra pieza ayuda piadosamente a las mujeres de la casa en los menesteres del
                  velatorio, Idilio Montano se ha ido acercando de a poco hasta el rincón en donde
                  están sentados Liria María y Juan de Dios.

                         La muchacha, que aún no lo ha visto, con las manos entrelazadas sobre las
                  faldas y una expresión de ausencia en el  rostro, tiene los ojos clavados en los
                  pequeños ataúdes blancos. Idilio Montano siente que es ahora o nunca. Algo le
                  dice que es el momento preciso para hablar a la joven. Una especie de revelación
                  le hace entender en un instante que la Vida, la Muerte y el Amor son como frutos
                  de un mismo árbol, minerales de una misma piedra, palabras de un mismo
                  conjuro. De modo que si había terminado de conquistar el corazón de Liria María
                  durante el fragor de un nacimiento, perfectamente, se dice esperanzado, lo podría
                  recuperar en el transcurso de un velatorio.
                         Una vez instalado junto a ella —con la complicidad de Juan de Dios que le
                  ha hecho un ladito en la larga banca de madera bruta—, el volantinero estira una
                  mano temblorosa para posarla sobre las  de ella. La joven, como sumida en un
                  limbo de tristeza infinito, quitando apenas los ojos de los cajoncitos fúnebres, no
                  hace ningún ademán de retirarlas. Él siente una alegría que le hace burbujear el
                  vientre.
                         —Gracias —le susurra emocionado.

                         Ella baja la vista, sonrojada. El olor a flores y a cirios derretidos le cohíben
                  la alegría que siente en su espíritu.

                         —No sabe cómo he sufrido estos días —susurra de nuevo él.
                         —Yo también —dice al fin ella, susurrando a su vez y sin levantar la
                  cabeza.
                         Él entonces le aprieta con fuerza la mano y siente unos deseos locos de
                  besarla. Pero están en un velatorio y debe contenerse.

                         —Lo único que le pido es que nunca más en la vida dejemos que algo nos
                  separe —dice ansioso.

                         Liria María lo mira con todo el amor del mundo brillándole en los ojos, y
                  mueve la cabeza en señal de asentimiento.
                         —Jurémoslo aquí mismo —susurra él, arrebatado de amor—. Jurémoslo
                  ante los ataúdes de estos dos angelitos muertos.
                         Entonces se quedan mirando a los ojos largamente y, luego, formando una
                  cruz con los dedos índice y pulgar, y llevándosela a los labios —mientras Juan de
                  Dios se los queda viendo con la boca abierta—, juran por Dios y por la Virgencita
                  de la Tirana, que nunca más en la vida, querida mía; nunca más en la vida, amado
                  mío, nada ni nadie los iba a volver a separar jamás. Ni siquiera la muerte.




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