Page 103 - Santa María de las Flores Negras
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Cuando, pasado las ocho de la noche, Gregoria Becerra se retira del
velatorio junto a sus hijos, Idilio Montano va con ellos. Al verlos salir, Olegario
Santana quiere acompañarlos, pero Domingo Domínguez le reprocha que aún es
temprano y que eso es ser poco solidario con el dolor de los compañeros
dolientes. Que está bien que se haya enamorado a estas alturas de la vida, pero
que no se venga a poner amajamado, el compadre.
—¡No les digo que está hecho un pollerudo sin vuelta! —se mete, sin
ocultar su bronca José Pintor.
Y dirigiéndose directamente a Olegario Santana, sentencia con gesto
hosco:
—Además, me parece que puso el ojo en el cuero equivocado, amigo
Olegario.
—¿Y por qué lo dice, amigo Pintor? —pregunta Olegario Santana, ya en
franco tren de amostazamiento—. ¿Acaso ese cuero es suyo?
—¡Ahora no se van a pelear por una mujer, pues, carajos! —se atraviesa
por delante Domingo Domínguez—. Acabo de encontrarme en el patio con la
Confederación Perú-boliviana, y el parcito anda convidando con una botella de
aguardiente que no quieren decir de dónde diantres la sacaron. Propongo fumar la
pipa de la paz y partir a pecharles unas gorgorotadas.
Cerca de las diez de la noche, ya con los ojos encandelillados por los tragos
de aguardiente —tragos que en el patio de la casa los Confederados reparten
rumbosamente, con una generosidad y una prodigalidad digna de toda
sospecha—, los amigos deciden irse a seguir la tomatina más en privado. Pero
antes, Domingo Domínguez le quita la botella de aguardiente al confederado
boliviano, y agarrándola por el cogote y diciendo que para ser tantos los
bebedores parece milagrosa la bellaca, la vacía completamente, de un solo
envión.
—¡Este chileno tiene güergüero de jote! —rezongan a coro los
confederados.
—¡Hay que aprovechar de tomar antes de que nos emborrachemos, pues,
hombre! —lo defiende riendo José Pintor.
—Esperemos un rato más y nos vamos al prostíbulo de la otra noche —dice
Domingo Domínguez, luego de ahogar un eructo—. Ese es uno de los pocos
boliches que la policía aún no ha descubierto.
—Claro, donde la tal Yolanda —dice José Pintor—. A ver si al encontrarse
con la pájara de los ojos amarillentos, al amigo Jote se le quita la calentura por la
señora Gregoria. Aunque capaz que ahora encuentre que la chimbera no está a su
altura. Como no es una mujer muy casta que digamos.
Domingo Domínguez salta en el aire y, con la voz traposa y el índice en
ristre, dice, mundanal:
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