Page 101 - Santa María de las Flores Negras
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tiñoso machando caliche a las dos de la tarde, tragando tierra que es un gusto y
sudando como bestia bajo esos vivificantes rayos de oro.
Cuando más tarde en el velatorio corre la noticia de la llegada de más
soldados, y alguien dice que son tropas del regimiento O'Higgins y que han
desembarcado con una gran banda de músicos a la cabeza, el comentario general
deriva entonces en cómo, desde el mismo día lunes, la ciudad se ha ido copando
de regimientos. «Esto ya parece campamento militar», comentan los más viejos,
bisbiseando bajito. Y en verdad había llegado a ser tan abundante la presencia de
gente armada en Iquique, que pocas veces en lugar alguno de la patria se había
visto un conjunto tan diverso de tropas reunidas bajo un solo mando. Los más
avisados del grupo comienzan a tratar de enumerarlas y llegan a la conclusión que
las fuerzas acampadas en Iquique eran las del Regimiento de Artillería de Costa
de Valparaíso; las del Regimiento O'Higgins de Copiapó; las del Rancagua de
Tacna y, además de la marinería de los cruceros y de las fuerzas de guarnición de
las naves, estaba también el Regimiento Granaderos y parte del Regimiento
Carampangue. ¡Casi nada! Y es que, en realidad, tan vasto era el contingente de
militares venidos desde afuera, que, unidos a los de la normal guarnición del
puerto, le habían quitado el derecho a la propia policía de la ciudad,
constituyéndose ellos mismos en patrullas. De modo que para nosotros ya no era
ninguna sorpresa ver por las calles del centro a tropas a caballo y a pie patrullando
incesantemente, de día como de noche.
Pero asimismo como iba desembarcando el contingente militar, más y más
huelguistas seguían bajando de la pampa. Y a esas alturas de la semana ya no
éramos los cinco mil que marchamos desde Alto de San Antonio, sino que ya
íbamos bordeando las doce mil almas que, desperdigadas por todos los rincones
del puerto, clamábamos y reclamábamos por un salario más equitativo y un trato
más humano de parte de los industriales. Y la peregrinación de pampinos no tenía
para cuándo parar. Tanto era así que, con todos los mítines sucediéndose uno
tras otro en la escuela y en la plaza Montt, y con los miles de trabajadores
recorriendo las calles, ya la mayoría luciendo todos sus alfileres: vistiendo traje,
sombreros de coliza y haciendo girar en el dedo las leontinas de sus relojes de
bolsillo —los que habían llegado con lo puro puesto habían comprado o mandado
a buscar sus ropa a la pampa—, de pronto el ambiente duro del conflicto adquiría
carácter de fiesta. Y es que a veces nos olvidábamos por completo de por qué
estábamos allí, y embriagados de la brisa salobre, arrobados por los crepúsculos
marinos, contagiados del colorido y la animación de las calles iquiqueñas, una
alegría nueva nos embargaba el alma, una alegría que jamás antes habían sentido
nuestros corazones en aquellas peladeras calcinadas de la pampa. Y era tan sana
e ingenua nuestra alegría, y tan justo y fundado creíamos el conflicto, y tanta
confianza teníamos en las autoridades civiles y militares, que muchas veces nos
sorprendíamos saludando pañuelo en mano y aplaudiendo con entusiasmo infantil
el paso marcial de los soldados en sus rondas de vigilancia por las polvorosas
calles adyacentes a la escuela.
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