Page 100 - Santa María de las Flores Negras
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                         Allí, en medio de la concurrencia, los amigos se encuentran con Gregoria
                  Becerra y sus dos hijos. Ella también es amiga de la familia de la oficina Santa
                  Ana. «Incluso estuve a punto de ser madrina del niño muerto», dice con rostro
                  acontecido Gregoria Becerra.
                         Cuando en medio del velorio, los obreros deciden hacer una recaudación
                  para ayudar en los gastos de las exequias, son pocos los que pueden cooperar
                  con dinero en efectivo. La mayoría sólo puede aportar con algunas fichas. Por lo
                  mismo, los amigos se extrañan enormemente cuando Olegario Santana, tras
                  desaparecer por un rato, aparece con un flamante billete de cola larga que dona
                  enterito para la colecta. Ninguno entiende de dónde ha sacado tamaño billete, ni él
                  dice nada.
                         En el rincón de la capilla ardiente en donde los amigos se han instalado a
                  hacer compañía, se conversa en voz  baja sobre el impúdico discurso de los
                  propietarios salitreros tendientes a convencer a los funcionarios del Estado, y en
                  particular a los de Gobierno, de que nuestro movimiento huelguístico no se
                  justificaba bajo ninguna circunstancia.  Que lo alegado no era alegable, que
                  carecía de toda justicia. Que además era perjudicial para el erario público, para la
                  integridad del territorio y para la convivencia y el bienestar de la población. «Estos
                  antipatriotas ponen su salario por sobre los grandes intereses del país»,
                  reclamaban muy sueltos de cuerpo estos descocados del diantre. Y para
                  redondear todo este sarcasmo, aseguraban que el movimiento era impopular. O
                  sea que, según ellos, la mayoría de la población, incluidos los mismos que
                  participábamos en la huelga, no la deseábamos. Estos caballeritos tenían la
                  desfachatez de decir en los editoriales de sus diarios oligarcas, que los obreros de
                  la pampa ganábamos unos salarios altísimos, que vivíamos muy bien y muy
                  contentos de nuestra suerte. Y que si nos quejábamos era de puro satisfechos. A
                  tanto llegaba el cinismo de esta tracalada de bribones, que habían llegado a
                  idealizar la vida en la pampa asegurando que el clima allí era de lo más agradable
                  que había en el país. Que no hacía ni frío ni calor, y que la mayor parte del día
                  corrían unas brisas más saludables que en el propio litoral.

                         Alguien en el velorio trajo a colación entonces a Fray K. Brito, un versero
                  barato, portavoz de la burguesía iquiqueña, quien había escrito unas crónicas en
                  donde se decía algo parecido. Decía este  tunante, con todas sus letras, que el
                  clima de la pampa era tonificante  y benigno, y que no entendía a esos
                  especuladores que la llamaban la «Siberia Caliente». «Es  verdad que desde el
                  amanecer —se leía en una de sus crónicas— brilla el sol desparramando sobre la
                  pampa sus rayos de oro y calentando la tierra, pero al fin y al cabo el calor es
                  vida».
                         —¡Ese no es más que un reverendo hue... mul! —estalla un veterano
                  calichero de la oficina Esmeralda, arrepintiéndose de completar el improperio por
                  respeto a las criaturas muertas. Y  tratando a duras penas de no vociferar,
                  ahogado de una bronquial tos silicosa, reclama que ya le gustaría ver a ese poetita






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