Page 94 - Santa María de las Flores Negras
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                         El jueves la escuela Santa María era un volcán a punto de hacer erupción.
                  Todo el mundo aguardaba con inquietud el  arribo del crucero de la Armada
                  Nacional, «Ministro Zenteno», que traía  a bordo al Intendente, señor Carlos
                  Eastman. Para los pampinos la llegada  de la primera autoridad provincial
                  significaba la solución final del conflicto y la esperanza de que  al fin íbamos a
                  poder volver a nuestras labores en las calicheras.
                         Y es que la amargura y el desencanto habían hecho plaza entre los
                  huelguistas, y el olor de la desesperanza  se comenzaba a colar como un tufillo
                  rancio por los intersticios del ánimo. Y no era para menos. Iban cinco días y cinco
                  noches de resistir en la ciudad sin haber logrado absolutamente nada de nadie. Y
                  para enfriar aún más el ardor de nuestro espíritu, pese al intenso trabajo de las
                  comisiones de orden y aseo, era tal la cantidad de gente que había llegado desde
                  las salitreras que ya habían comenzado a  producirse problemas graves de
                  convivencia al interior del establecimiento.
                         A esas alturas ya sobrepasaban los ocho mil los pampinos arranchados en
                  sus dependencias, sin contar los que repletaban la carpa del circo, los que
                  copaban el terreno baldío de la plaza Montt y  los casi tres mil alojados en los
                  galpones y bodegas prestados por sociedades y personas particulares, la mayoría
                  de los cuales iba a comer al recinto escolar. De manera que la repartición de
                  vituallas se estaba haciendo una tarea casi imposible de llevar a efecto con la
                  calma y la sensatez de los primeros días. Por alcanzar algo de comer —
                  especialmente para sus hijos pequeños,  siempre llorando de hambre—, los
                  huelguistas, hombres y mujeres, convertidos en verdaderos animales de rapiña, se
                  apelotonaban en unas trifulcas sin orden ni concierto en cada una de las repartijas
                  diarias. Desesperados, empujándose unos a otros sin ningún respeto, en más de
                  una ocasión se había llegado a los insultos y a los golpes incluso entre amigos y
                  compadres de las mismas oficinas. Más encima, y como para quebrantar nuestras
                  últimas reservas de voluntad, el interior de la escuela poco a poco iba siendo
                  invadido por un hedor que hacía irrespirable el aire y estaba convirtiendo el local
                  en un verdadero foco de insalubridad, peor que el más cochambroso vividero de
                  pobres del puerto. Y es que sucedía que algunos bellacos amalditados de entre
                  nosotros mismos, pasando por alto las más elementales normas de respeto y




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