Page 96 - Santa María de las Flores Negras
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                  Andes, emblema de nuestro escudo patrio, cruza majestuoso el espacio tronante
                  de los cielos». Cerró el mitin el presidente del Comité Central, José Brigg, quien,
                  luego de un sucinto discurso, netamente laboral, indicó a los que estábamos
                  alojados en la escuela que debíamos ser solidarios y abandonar el recinto por un
                  rato, para así dar espacio a los hermanos recién llegados, que bien se merecían
                  un descanso.

                         A eso de las tres de la tarde, tal como habían anunciado los diarios locales,
                  el crucero Ministro Zenteno arreó anclas en la bahía. Entre las autoridades que
                  esperaban en el muelle se encontraba el Intendente suplente, el primer Alcalde de
                  la ciudad, el Gobernador Marítimo y el vicario apostólico, señor Martín Rücker.
                  Momentos más tarde, en la falúa de gala del hermoso navío, que recién regresaba
                  de un viaje por Europa, desembarcaban los ilustres pasajeros, todos luciendo
                  impecables en su vestimenta, pero con una lividez mortal en el rostro que
                  denotaba los tres días de navegación con mar brava.
                         Junto al Intendente venía el Jefe de la Primera División, general Roberto
                  Silva Renard y otros jefes del ejército. Tras hacerle los saludos de ordenanza a
                  cargo de la marinería del Blanco Encalada, más un batallón de los Regimientos
                  Rancagua y uno del Granaderos, la tropa disponible de la guarnición abrió calle en
                  medio de la multitud, y la comitiva dirigió sus pasos desde el muelle hasta el
                  edificio de la Intendencia, en la calle Baquedano.
                         Encaramados en las grandes rumas de sacos de salitre que se
                  amontonaban en el puerto a causa de la huelga de los lancheros, o subidos sobre
                  los techos de bodegas en las cuales se destacaban los grandes caracteres de las
                  casas Lockett Bros, y Ca., Inglis Lomax  y Ca. y Gildemeister y Ca. —firmas
                  inglesas y alemanas que habían monopolizado la industria salitrera—, los
                  huelguistas pampinos aclamaban al Intendente, un anciano de porte aristocrático,
                  de pelo cano y bigotes de columpio. Era tanta la algarabía que, de pronto, su aire
                  distinguido se vio gravemente tocado cuando la gente, rompiendo el cerco de los
                  soldados, lo levantó y lo llevó en andas hasta la misma entrada de la Intendencia.
                  Incómodo, mareado por el vaivén del tumulto, sonriendo a la fuerza, el señorial
                  anciano trataba de alzar una mano desde lo alto en constreñido gesto de saludo.
                         —¡Los que van a morir te saludan, hijo de la grandísima! —refunfuña
                  Olegario Santana al verlo pasar frente a él.
                         Inmersos en el gentío, sus amigos lo miran extrañados. Domingo
                  Domínguez le palmotea el hombro amistosamente y le dice que no tiene que
                  arrebatarse tanto el viejito de los jotes, que hace mal para el malacate. José
                  Pintor, que no le ha dirigido la palabra durante todo el día, y que en las
                  conversaciones, sin siquiera sacarse el palito de la boca, asiente o disiente sólo
                  con gruñidos, nada más lo mira de reojo y luego desvía la mirada. Por su parte,
                  Idilio Montano, que no ha entendido ni palote la sentencia del calichero, le
                  pregunta a Domingo Domínguez que qué diantres ha querido decir don Olegario
                  con aquello de que «los que van a morir...»





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