Page 104 - Santa María de las Flores Negras
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                         —¡Ya no hay mujeres castas, compadre Pintor, sólo mujeres no-solicitadas!
                         Cuando los amigos se están retirando  del velatorio, los Confederados los
                  detienen a la salida. Completamente  achispados, haciendo musarañas y gestos
                  misteriosos, se los llevan hacia un lado y, bajando sibilinamente la voz, los invitan
                  a que se vayan con ellos a seguir bebiendo y «a barba regada», dicen.
                  Bailoteando su palito entre los dientes, José Pintor pregunta que a dónde diantres
                  piensan ir a seguir con la tomatina si todos los boliches de este puerto de mierda
                  se hallan cerrados como por duelo.
                         —Y el prostíbulo de Yolanda atiende pasado las doce de la noche —recalca
                  Domingo Domínguez.
                         Los confederados se miran divertidos. Después, riendo una torpe risa de
                  dientes verdes, el boliviano dice que no  sean pendejos los chilenitos, que sólo
                  tienen que cerrar sus bocotas hediondas a abrómicos y seguirlos: «Encontramos
                  la Cueva del Tesoro», les secretea al oído el peruano.

                         En tanto, al llegar a la escuela, Gregoria Becerra con sus hijos y el joven
                  Idilio, se hallan con una escandalera de padre y señor mío. Bilibaldo, el monito de
                  la bailarina del circo se ha escapado hacia el recinto y todo el mundo, presa de
                  excitación, lo busca y llama por su nombre. Cuando, bajo la luz anémica de los
                  faroles del primer patio, alguien lo divisa cabriolando sobre la pérgola, se produce
                  un festivo tumulto enrededor. El contorsionista de la risa vitrificada trepa ágilmente
                  y tras varios intentos, que causan gran jolgorio entre el público, logra atraparlo por
                  la cadenilla. Con él en brazos, el artista salta de la pérgola regalándole a los
                  presentes una mortal voltereta en el aire. Entre los gritos de admiración y el
                  aplauso entusiasta de la gente, la bailarina  lo premia con un sonoro beso en la
                  boca y, tras hacer, ambos, una graciosa reverencia circence, salen tomados de la
                  cintura. Para los pampinos, que por  un rato han olvidado los problemas del
                  conflicto, esta ha sido la mejor función de circo que han presenciado en mucho
                  tiempo.

                         Al ver a los artistas salir abrazados como novios, Idilio Montano y Liria
                  María, parados a la entrada de la escuela, se miran a los ojos y, sin decir nada, se
                  toman fuertemente de la mano.
























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