Page 91 - Santa María de las Flores Negras
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                         Ella no dice nada. Levanta la cabeza y se queda un rato mirando las
                  estrellas. De niña pensaba que esas brillosidades allá arriba semejaban a un
                  racimo de diamantes ordenados en un grandioso estuche de terciopelo; y que el
                  dueño de aquella joyería, por supuesto, tendría que ser Dios.
                         —¿Usted cree en Dios? —le pregunta prolijamente, como si en verdad le
                  preguntara al cielo.
                         —No sé —contesta Olegario Santana.

                         Y saca un cigarrillo y lo enciende y le da una pitada honda.

                         —A veces creo que sí y otras, debo confesar que la mayor parte del tiempo,
                  pienso como nuestro amigo José Pintor. Él dice que Dios no existe, y que la
                  prueba más patente son los millones de  pobres que sufren y se mueren de
                  hambre en el mundo.
                         —Ese José Pintor es un descreído.  Yo un día le oí decir la barbaridad
                  tremenda de que Dios debía de amar mucho a los pobres, que por eso había
                  hecho tantos.

                         —¿Usted es muy amiga de José Pintor?

                         —¿Por qué lo pregunta? —pregunta ella a la vez, mirándolo fijamente a los
                  ojos.

                         —No, por nada —balbucea él.
                         Y cambiando rápidamente la conversación la interroga sobre qué piensa
                  hacer ella en caso de que el conflicto no se resuelva para bien.
                         —Ya lo he conversado con mis hijos —dice pensativa Gregoria Becerra—, y
                  si esto no se arregla pediremos que nos manden de vuelta al sur. A Talca. Desde
                  que enviudé, mi madre me ha escrito varias veces pidiéndome que regrese con
                  ella.
                         —No sé por qué, desde que llegué aquí  —dice el calichero— tengo el
                  presentimiento de que esto va a terminar mal. Yo conozco a los militares y temo lo
                  peor.
                         —Pero no tenemos que rendirnos hasta ver qué pasa. Ya está bueno de
                  abusos y de explotación, ¿no le parece?
                         —Toda la vida hemos sido explotados y no creo que esto vaya a cambiar
                  mucho.
                         —Lo peor del asunto, don Olegario, no es ser explotado; lo peor es rendirse
                  a esa explotación; entregar la oreja, como dicen ustedes.
                         —Debo decirle que siempre he sido un pesimista del carajo —comienza a
                  confesarse Olegario Santana—. Pero eso me lo ha enseñado la vida. Si estoy aquí
                  es sólo por inercia. Todo esto que se está haciendo, la huelga, los mítines, la






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