Page 92 - Santa María de las Flores Negras
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                  marcha a través del desierto, querer levantar y unir a la pampa en una gran lucha
                  contra la explotación, me parece un sueño imposible.

                         —Soñar ya es luchar de alguna manera, don Olegario. Alguien dijo por ahí
                  que todos los sueños son insurrectos.
                         —Es que usted no sabe, doña Gregoria, aquí nos pueden matar a todos
                  como a carneros.
                         —Se podrá matar al soñador, pero no al sueño —responde ella con voz
                  altiva.

                         Olegario Santana guarda silencio. Esta mujer le parece increíble. Se saca el
                  sombrero, se mesa un rato las crines de mulo y vuelve a ponérselo. De pronto se
                  le ocurre decirle algo, pero no se atreve. Tras un rato de mirarse la punta de los
                  zapatos, arroja el pucho al suelo, vuelve a respirar profundo, cuenta mentalmente
                  hasta tres y se lo dice:

                         —Yo, señora Gregoria, ahora que la he conocido a usted, más que por
                  cualquier sueño de reinvindicación social  o justicia laboral o cosa que se le
                  parezca, por lo único que quisiera que esto terminara bien sería para que usted no
                  se volviera al sur.
                         —Lo que más sentiría si regresara a mi tierra —dice Gregoria Becerra—, es
                  que los huesos de mi difunto se van  a quedar tirados para  siempre en estos
                  calcinatorios.
                         —¿Lo quería mucho?

                         —Mucho
                         —Se debe sentir muy sola también usted.

                         —Imagínese. Y en estas peladeras. Pero todo lo hago por mis hijos. Si
                  ustedes los hombres pueden llevar a cabo cualquier acto heroico, nosotras las
                  mujeres somos capaces de todos los sacrificios.

                         Olegario Santana la mira de reojo. No sabría decir si ella entendió lo que le
                  ha dicho sobre su deseo de que no se volviera al sur, o si se hizo la desentendida.
                  Entonces, mirando hacia una de las fogatas, sin respirar hondo, ni contar hasta
                  tres, ni nada, dice clara y perentoriamente, como pensando en voz alta:
                         —Cómo me habría gustado, en la vida, haber conocido a una mujer como
                  usted.

                         Como ella no dice nada, luego de un momento carraspea bronquialmente y
                  prosigue, despacito:

                         —Aunque tal vez no habría servido de mucho. Nunca he sabido como tratar
                  a una dama. Toda mi vida he sido un solitario, un animal huraño. Tal vez por eso
                  mis compañeros de calichera me dicen Jote. Aunque usted no me lo crea, ésta es
                  la conversación más larga que he tenido nunca con una mujer.





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