Page 93 - Santa María de las Flores Negras
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                         Cuando Gregoria Becerra, mirándolo directamente a los ojos, le toma una
                  de sus manos ásperas, a Olegario Santana se le eriza el alma. Nunca en su vida
                  ha sentido una sensación parecida. Nunca ha oído a su corazón machacar de
                  manera tan desbocada. Si le parece sentirlo en la punta de la boca. «Usted es un
                  hombre muy bueno, don Olegario», oye que le dice ella. Y cuando la oye agregar,
                  sin dejar de mirarlo, que nunca es tarde para conocer a una mujer, él se da cuenta
                  de que está sudando entero. Aturullado completamente, se mete la mano al
                  bolsillo del paletó y vuelve a sacar su cajetilla de cigarrillos. Esta mujer de Dios lo
                  confunde, lo hace olvidar su soledad, su despecho, su amargura con el mundo.
                  «Esta mujer es el amor», se dice emocionado. Y tras encender un Yolanda, exhala
                  el humo apurado, como ahogando un suspiro, o quizás un sollozo.
                         De pronto se dan cuenta de que los músicos y las parejas de amantes se
                  han retirado a dormir hace rato, y que la  cresta de la aurora ya comienza a
                  vislumbrarse por los cerros del oriente. En su plática se han olvidado de la hora,
                  de la noche y del mundo. No se han dicho nada comprometedor, no se han hecho
                  ninguna promesa, pero el brillo en sus miradas es otro. Poco antes de que las
                  primeras mujeres, desgreñadas de sueño, comiencen a trajinar por la penumbra
                  de los patios preparando los fogones para el café, deciden irse a dormir.
                         —Más que sea por un ratito —dice ella.

                         Arriba, en la azotea, aún se ve la luz encendida.
                         Cuando, pisando en puntillas, entran a la sala, Olegario Santana y Gregoria
                  Becerra ya no son los mismos; algo  se les ha encendido por dentro. Antes de
                  recostarse en el hueco que les han dejado sus hijos, ella lo mira y le susurra un
                  buenas noches lleno de ternura. Él sólo atina a responder con un leve movimiento
                  de cabeza. La emoción le ha pasmado la lengua. Al ir a acomodarse junto a Idilio
                  Montano (que duerme con la pena de su amor plasmada en la expresión de su
                  rostro), por el rabillo del ojo ve que José Pintor, un poco más allá, con las manos
                  entrelazadas sobre el pecho como los muertos —«o como deben dormir los
                  sacerdotes», se dice en sus adentros—, está completamente despierto y lo mira
                  con una fijeza afiebrada.
                         —Pareces un cura con insomnio —le dice Olegario Santana. Y se echa a
                  dormir de espaldas y con su paletó puesto.






















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