Page 89 - Santa María de las Flores Negras
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                  minutos, la Federación de Obreros  de Iquique ha donado para los esforzados
                  compañeros trabajadores de la pampa.

                         —Una pena que no hayan donado cigarrillos Yolanda —dice Gregoria
                  Becerra alargándole el primer mate a Olegario Santana.
                         Mientras Liria María, sentada en el suelo junto a su madre, con la barbilla
                  apoyada en sus piernas recogidas, evita a toda costa mirar a Idilio Montano, y el
                  joven, sin decir palabra, no le quita la vista de encima, Domingo Domínguez se
                  pone a conversar con un patizorro de la oficina Cala Cala, al que le falta el ojo
                  derecho y que no para de hablar sobre caliche de buena y mala ley, y de la
                  cantidad de piedras que es capaz de triturar en catorce horas de trabajo diario.
                  José Pintor por su parte, a quien hace rato no se le oye despotricar en contra de
                  los curas ni en contra de nada, desde el rincón donde se ha acomodado, observa
                  a lo zaino todas las miradas que se cruzan entre su vecina y el Jote Olegario.
                         A las nueve de la noche se enteran  de la llegada de otra partida de
                  huelguistas que se ha venido caminando desde la pampa. Según la mujer peruana
                  que ha entrado a la sala a contarles, al verlos aparecer en los cerros un solidario
                  grupo de cocheros a caballos los fue a recibir. El patizorro tuerto, cambiando de
                  tema, asegura que se debe tratar del mismo grupo de cocheros en huelga que,
                  según los hocicones del diario El Tarapacá, ayer por la tarde había recorrido en
                  caravana las calles céntricas haciendo escándalo y cometiendo toda clase de
                  desmanes.

                         —Para que se den cuenta, ustedes —dice—, que no hay que comprar más
                  ese diario. Se nota a la legua que está en contra de los obreros y a favor de los
                  patrones.

                         Un rato después, un integrante de la Comisión de Orden y Aseo entra a la
                  sala a preguntar si ahí es posible dar albergue a otras personas.
                         —Aquí ya no hay espacio ni para echar a dormir un minino —replica
                  socarrón Domingo Domínguez.
                         Cerca de las doce de la noche, cuando  ya la mayoría de la gente se ha
                  puesto a dormir, Gregoria Becerra se  queja de dolor de cabeza y le pide a
                  Olegario Santana que por favor la acompañe al Consistorio. Que, como él puede
                  ver, dice, indicando a sus hijos con la  mirada, sus angelitos custodios duermen
                  como unos benditos. «Y me da no sé qué despertarlos».

                         —Por favor, señora Gregoria, no faltaba más —dice Olegario Santana
                  incorporándose de un salto.

                         Afuera la noche es alta y una suave brisa marina inunda el aire.
                  Atolondrado por la compañía  femenina, Olegario Santana, sólo por decir algo,
                  comenta que el aire puro es buena para la sangre. «La purifica», dice aspirando
                  aparatosamente y sintiéndose un idiota con vista al mar.







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