Page 90 - Santa María de las Flores Negras
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                         —Y además desembota el cerebro  de malos presagios —dice ella,
                  mirándolo sonrisueña.

                         Con las fogatas encendidas y la cantidad de gente durmiendo a la
                  intemperie, el patio de la escuela da la impresión de un  gran campamento de
                  guerra. Un grupo de bolivianos instalados en la pérgola entonan sus cánticos
                  acompañados del sonido lúgubre de sus quenas, mientras en los recovecos más
                  sombríos del patio, algunas parejas se besan y abrazan con desesperación. Al
                  mirar hacia arriba, ambos se fijan que  en la terraza aún está la luz encendida.
                  «Los del Comité parece que no duermen nunca», dice Gregoria Becerra.

                         De vuelta del Consistorio, agasajados  por la música y la placidez de la
                  noche que, más que nunca, está desbordante de estrellas y  cositas brillantes,
                  como dice ella suspirando, se sientan en uno de los escaños del patio, de frente a
                  la pérgola. Después de un rato de oír las quenas en silencio, Gregoria Becerra
                  comenta que recién ahora está comprendiendo por qué su difunto marido, que era
                  huaso de manta y espuelas, se había enamorado tanto de la música nortina.

                         —Es bella, pero un poco tristona —dice Olegario Santana—. Escuchándola
                  da la impresión que se hace más honda aún la soledad del desierto.

                         —En eso tiene razón, usted, don Olegario —dice ella—. Por eso yo me
                  quedo con la tonada campesina. Es más alegradora.
                         —Y hace más llevadera la soledad —recalca él.

                         —Parece que a usted lo ha marcado mucho la soledad, amigo mío —lo
                  mira ella con un brillo tierno en sus ojos.

                         —Mucho —musita él.
                         —¿Y nunca se ha casado?

                         —Nunca.
                         —Viví un tiempo abarraganado con una mujer boliviana. Pero se murió de
                  la bubónica.

                         —Lo siento —dice ella—. Usted debe extrañarla mucho.
                         —No se crea.
                         —No le entiendo...

                         —Es que... bueno... no sé cómo decirlo —se incomoda Olegario Santana—.
                  Vivir con ella no era muy diferente a vivir solo.
                         —Por lo visto usted no tiene muy buen concepto de las mujeres —lo mira
                  de frente Gregoria Becerra.
                         Olegario Santana se corta. Luego reacciona, la mira también a los ojos,
                  respira hondo y se atreve a decirle, despacito:

                         —Hasta que la conocí a usted.




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